domingo, 15 de junio de 2008

Imaginación

Mirando más allá de las estrellas, se encuentran horizontes inmensos, donde nada más que la imaginación tiene cabida en ella, un mundo que conscientemente está regido por la fantasía y los sueños. Ahora cierra los ojos y piensa que estás en el.

Todo empezó una mañana en el desierto de luz, donde no reina la arena si no que allí no se ve más que una luz cegadora, que emana de un punto que aún nadie sabe explicar su procedencia; cuentan las leyendas que si un rayo de luz te atraviesa, no pasa nada pero por un instante ves lo que se denomina el sentido de la vida. Todo empezó allí, donde no había más que la silueta de un hombre tumbado en el frio suelo del desierto.

Con los ojos cerrados plácidamente y sonriendo, sin dejar a más resguardo que su propia inocencia, el hombre tumbado, se levantó, y muy lentamente se dirigió hacia el sur. Sin rumbo fijo y sin contemplaciones, sus pasos fueron pisando fuerte por el desierto, sin divisar ningún oasis, sin ver más allá que los rayos de luz que le alumbraban un camino inexistente. Hasta que en el horizonte divisó lo que viene a ser un carro de comerciantes filibusteros.

Lo recogieron entre sus brazos, le dieron cobijo, y entre otras cosas también le dieron conocimientos, le enseñaron que la vida no solamente se rige por responsabilidades, y otros ocios que ocupan menos sitio que lo demás; sino que también tienes que saber disfrutar los momentos.

De entre las gentes del pueblo, se podía distinguir varias tangentes en la sociedad del desierto, entre ellas estaban, el filibustero o comerciante de a raso, el creador que usaba las artes místicas y herbolarias para divertir a la tribu, los capataces que eran los que llevaban a todas las rutas mercantes de todo el desierto en sí. Y por si fuera poco, las gentes de a pie que no tenían nada que ver con las demás, vivían en la pobreza, pero con dignidad.

El hombre como ya te he dicho, aprendió muchas cosas entre ellas, su propio nombre, lo llamaron Sindá que en su pueblo, se tradujo el que prospera. Se unió en el gremio de los creadores y aprendió todo tipo de trucos, desde sacar una cobaya de debajo del jubón de tela como pociones que la gente compraba a fin de tener una vida amorosa más apasionada, y otras cosas así por el estilo.

La política de la región no dejaba ver más allá de los confines del desierto, así que Sindá estuvo allí varios años, hasta que un buen día llegó una mujer de tez morena con unos ojos del color de la noche, y digo eso, porque al brillarle los ojos parecía que en ellos se dejaban ver estrellas.

Ella le prometió llevarlo a la ciudad de la arena donde necesitaban a creadores como él, que no solo viviría a base de trucos baratos ni nada por el estilo, que sería feliz y que siempre estaría dibujada en su cara una sonrisa que alegraría a todo aquel que estuviera a su lado.

Él, en cambio pudo descubrir que detrás de ese velo transparente que llevaba la mujer, se escondía una sombra, que no dejaba ver por miedo a ser descubierta. No le supo contestar en seguida pero si vislumbró la cimitarra que llevaba colgada de la cintura, y sin decir nada se levantó y siguió a la misteriosa mujer hasta un sitio más tranquilo.

Allí, los dos se miraron, y se descubrieron el uno al otro. Ella en realidad se llamaba Azkhalar que significaba luz de noche, el nombre lo cierto es que le pegaba, pero, lo que no le pegaba era esa cimitarra que llevaba colgada, en su cintura. Pasaron varios días hasta que le pudo explicar la verdad a Sindá.

Azkhalar, en realidad, se escapó de las fauces de su padre, el hombre que reina el país de las arenas, más comúnmente conocido por el desierto de las ideas perdidas, pero escapó sin dar más pistas a su padre que la que algún día lo volvería a ver.

Todo esto ocurrió cuando su madre en el lecho de muerte, le confesó en el oído, que el rey de las arenas, no era en realidad su padre, que su padre estaba instalado en realidad en alguna choza de un pueblo nómada, y que era capaz de matar todo aquello que parecía desolado, convirtiéndolo en verde.

Sindá le cerró los ojos y al poco, de sus propios ojos empezaron a caer lagrimas de arena, amargas como su pasado, entendió por qué había escapado de aquel entorno que antes estaba y salió escapado sin rumbo fijo, hasta ser rescatado por los comerciantes que le enseñaron tanto, empezó a temblar de miedo y desolación y entonces, Azkhalar desenvainó la cimitarra, y lo único que quedó de ella fue la empuñadura de marfil, la hoja se convirtió en arena. Los dos se abrazaron y en aquel momento, el tiempo se paró por tantos años que pasaron en soledad, buscándose el uno al otro y sin encontrar más destino que el que en un futuro les esperaba.

Esta es simplemente una historia que tenía ganas de contarte, pues me parecía importante que recordaras que todo el mundo tiene un destino marcado, unos más otros menos pero todo el mundo sin más tiene un camino que seguir. Supongo que te contaré estas historias porque no quiero que el viento se las lleve con ellas, porque para mí son importantes.

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